domingo, 1 de agosto de 2010

Lucinda, la 'muñeca' de las Cruces, mujer conocida por ladrones, drogadictos y hasta jíbaros

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Lucinda, de un metro de estatura y 75 años, camina por las calles del barrio las Cruces con tacones metálicos de 20 centímetros y con un extraño movimiento de caderas que le dejó un accidente.

En las marcadas arrugas que cubren su rostro, se las arregla para delinear sus ojos y sus cejas con un lápiz negro que contrasta con su roja y desgastada cabellera.

Excéntrica, duerme rodeada de rockolas y, en una vieja lata de galletas, conserva collares, anillos y latas enredadas que exhibe junto con el vestuario que se confecciona.

Ella fue una meretriz en la Bogotá de hace 50 años cuando el oficio se ocultaba en tiendas atestadas de licor, cortinas de pepas y borrachos de todos los estratos.

De su niñez, recuerda que caminaba descalza por las veredas de Garagoa (Boyacá), que nunca conoció a su madre y que fue desplazaba por la violencia cuando liberales y conservadores se repartían territorios.

Rumbo a Bogotá
El retorno a su tierra natal fue trágico, pues en su ausencia la violencia se había recrudecido y las matanzas eran tema de todos los días. Por eso, cuando sus patrones le propusieron venir a Bogotá, no tuvo más opción que aceptar. Con sólo 15 años arribó a la capital a trabajar en un misterioso negocio.

Se trataba del Grill Colombia, un lugar con sala de baile, muy cerca del Hotel Tequendama, que llegó a ser parada fija de nacionales y extranjeros. "Uhh... ahí sí que gané buena plata. Es que yo doblaba turno", recordó.

En medio de su particular trabajo, fantaseaba con los sombreros y los trajes de los bailarines que debutaban en el lugar y soñaba con ser cantante de rancheras.

Una noche estuvo a punto de irse con Miguel Acevedes Mejía, 'el Rey del Falsete', un ícono de la música ranchera de la talla de Jorge Negrete, que pisó el escenario del Grill Colombia.
Así era Lucinda, libre, sin ataduras y por eso hasta hizo casting para irse con el Circo de los Hermanos Egreos. De no ser porque le dijeron que nunca volvería a Colombia, ella había partido. "Mejor que no, porque ese barco se hundió en el océano, con caballos y elefantes".

¡El estrellón!
Un viaje Girardot-Bogotá acabó con sus sueños artísticos para siempre. Recuerda que se subió a una flota, se durmió y despertó en la rama de un árbol. "El bus cayó a un abismo. Se mataron 38 pasajeros y yo quedé viva sobre la rama de un árbol, pero hubiera preferido morir porque me partí las dos piernas".

Estuvo seis meses en el hospital y no se dejó sacar hasta ser indemnizada con plata y una máquina de coser. "Nunca permití que me trajeran muletas, aprendí a moverme en tacones y siempre estuve maquillada con esmalte, colorete y pestañina. Tampoco me dejé quitar carne de mis nalgas. Salí con buena plata del hospital".

Así llegó a Bogotá, decidida a montar su primer negocio de borrachos en la calle 14 con Cuarta, donde se hizo amiga de ladrones y policías.

Allí conoció al padre de su primer hijo, el doctor Héctor García, un abogado casado que le montó varios negocios con el compromiso de nunca revelar sus amoríos. "Él me ayudó con las rockolas, me daba plata y chequeras y hasta un revólver".

Lucinda llegó a tener hasta tres bares adornados con neón donde empleaba a mujeres jóvenes y llamativas que alegraban la estancia de sus clientes predilectos: oficinistas, policías, jueces y hasta ministros.

Cansada de vivir oculta, acabó con todos sus negocios y se fue detrás de otro amor. "Me fui con el doctor Cañizares a Viotá y tuve tres hijos. Pero me separé porque era un celoso compulsivo y porque me agarraba a golpes cada vez que se emborrachaba".
La calle la llamaba y por eso otra vez fue a parar al barrio Santa Fe en Bogotá. "Yo no soy puta, pero las conozco y ellas también merecen respeto", les dijo Lucinda a las autoridades del pueblo cuando partió de nuevo a la capital.

El retorno
Cuando Lucinda llegó de nuevo a Bogotá ya no era la misma de antes y el negocio que pudo montar fue invadido con el tiempo por bazuqueros que la desplazaron y montaron en su abandonada casa la olla 'agonía'.

Ella quedó confinada en un rincón de su casa en medio de desechos humanos que le botaba el hampa de la zona, pero eso sí al lado de sus rockolas.

Así la encontró el Instituto de Desarrollo Urbano (IDU), cuando negociaba los terrenos para construir la vía Comuneros. "Se habían apropiado de su casa ladrones e indigentes y en el segundo piso encontramos tabacos y muñecos vudús en el piso", contaron expertos en trabajo social del IDU.

Luego de años de indagar una casa de reposición para Lucinda, ella estrenará una donde montará un pequeño negocio de venta de dulces y perpetuará el respeto que le tienen en el bajo mundo de barrios como las Cruces o Sierra Morena. "A mí no me da miedo el hampa, eso sí los aconsejo para que dejen de meter y robar".

CÁROL MALAVERREDACCIÓN BOGOTÁ

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